Cuando tomamos una decisión, solemos hacerlo desde la reflexión y el discernimiento, teniendo en cuenta lo que sabemos, la información de que disponemos, lo que proyectamos o suponemos que puede suceder en función de lo que decidamos, y en definitiva ponderando las opciones para finalmente optar por una de ellas. Por ello, decidir nos implica a nosotros, a nuestra persona, a nuestra razón, mantenemos un control consciente sobre lo que decidimos, y si es así habrá coherencia, y podremos sostener el resultado de nuestra decisión, aunque no sea el que deseábamos.

 

Cuando reaccionamos, el mando ya no lo tiene la razón, ni la reflexión, ni el discernimiento. El mando lo tiene la emoción. Y la emoción, que surge ajena a la voluntad, puede movilizar impulsivamente hacia una determinación sin pasar por unos mínimos filtros de racionalidad y discernimiento. Entonces es muy posible que se pierda la coherencia, con uno mismo o con aquella persona sobre la que se decide, y eso tendrá consecuencias a menudo desagradables.

 

Las emociones toman el mando cuando se lo permitimos. No podemos evitar que aparezcan, pero sí podemos entrenarnos a no precipitarnos para dar tiempo a que el discernimiento entre en escena y conecte con aquello que ya se sabe, que ya se tiene pensado, que ya se ha debatido, y olvidándonos de la emoción seamos consecuentes con lo que realmente queremos.

 

Las decisiones en materia de salud son muy complejas, y cuanto más grave o aguda es la situación sobre la que hay que decidir, mayor es el peligro de reaccionar en lugar de decidir, y luego lamentarlo.

 

Un ejemplo extraído del libro de Iona Heath Ayudar a morir me sirve para ilustrar lo que quiero explicar. Nos habla de un hombre de 95 años que vivía solo en su granja en la montaña, en el que era su mundo conocido, con sus rutinas, sus costumbres, y sus ya muy limitadas actividades. No necesitaba nada más para ser feliz. Un día sus hijos lo encontraron en el suelo, agonizando tras sufrir un ictus. Y movilizaron cielos y tierra hasta lograr que los bomberos lo trasladaran al hospital de la ciudad más cercana, donde moriría pocas horas después, entre extraños, mal asistido, y lejos de todo lo conocido para él.

 

Una actuación compulsiva, desde la buena intención, convirtió lo que era un proceso natural en algo antinatural e inútil. Lo mismo que ocurre cuando se producen tantas y tantas muertes en salas (o pasillos) de urgencias, en ambulancias en un absurdo último traslado, o incluso en el propio ascensor del domicilio, de personas que estaban visiblemente en la recta final de sus vidas. Pero la no aceptación, o el desconocimiento, o el miedo, o el peso de la inercia del ”hacer algo” por encima del “acompañar”, empujaron a tener esa reacción, de la que no guardarían luego un buen recuerdo.

 

Por eso es tan importante haber hablado las cosas, no solo con los enfermos de gravedad en situación paliativa, sino también con personas que por su edad tengan más probabilidades de sufrir algún problema agudo de salud que obligue a tomar decisiones. ¿Qué es lo que haremos? ¿Qué desea el enfermo que hagamos? ¿Qué querría que hiciéramos, si ya no está en condiciones de decirlo o hablarlo? ¿Qué nos dijo que había que hacer? Pero para plantearse esto es imprescindible dejar de negar la posibilidad de morir. Solo entonces podemos dialogar para prever y planificar, dentro de lo factible, qué es lo que haremos si sucede algo así, y podremos ser fieles a la voluntad y deseos del enfermo (que es el protagonista, no nosotros) en lugar de dejarnos llevar por nuestros impulsos. Cuando las cosas están habladas y consensuadas, en el momento en que surge la situación hay que conectar con todo eso que se ha reflexionado, dejando pasar de largo la emoción y la tentación de la reacción.

 

La inercia nos arrastra a hacer, a tratar de resolver, a realizar un último intento por salvar, y podemos sentirnos culpables si no hacemos todo lo posible, si no nos doblegamos a seguir el protocolo de lo que se supone que hay que hacer. Pero, una vez más, hay que pararse a pensar, y ponernos en la piel del enfermo. ¿Qué preferiría él o ella? ¿Dónde querría estar? Y ahí está casi siempre la respuesta.

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1 comentario en “NO ES LO MISMO DECIDIR QUE REACCIONAR”

  1. Estic totalment dacord,
    Gracies per les seves paraules,per reafirmar-me en les meves idees,
    Molts metges haurien de seguir el vostre ejemple,parlant ampliament del tema.
    Gracies

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