El modelo de sistema sanitario que ha predominado en las últimas décadas, ese modelo mezcla de paternalismo por un lado (ejercido no solo por los profesionales sino por el propio sistema) y consumismo pasivo por el otro, debería tener los días (o los años) contados. No se sostiene. Desde ningún punto de vista. Cada vez es menos aceptado y aceptable. Y económicamente nos lleva a un callejón sin salida.
Por la parte que les toca, a los ciudadanos se les ha malacostumbrado a permitirles pensar poco y decidir aún menos, aunque lo que esté en juego sea su propia salud. El sistema pone los medios (con el dinero de todos) y genera las condiciones (y las reglas) en las que se desarrollan los diversos actos de cada función. Y el ciudadano, en formato paciente, o acompañante, transita por los caminos marcados, dando por hecho que son los mejores posibles, o los menos malos, o tal vez los únicos. Es cierto que poco a poco se van abriendo algunas puertas a la toma de decisiones compartida, a la deliberación, a la participación reflexiva y responsable y no meramente utilitarista. Pero falta muchísimo por hacer.
Sin embargo, buena parte de la ecuación de la salud se sigue fiando a la estructura, a la tecnología, a los recursos puestos sobre la mesa, y cómo no, a las leyes. Y con el final de vida sucede lo mismo. Hacen falta recursos, por supuesto, y medios, y reconocimiento, y muchas cosas más, para garantizar que toda persona que encara el final de trayecto tenga la oportunidad de hacerlo en buenas condiciones y bien asistida por profesionales preparados y competentes. Pero en esa ecuación tiene un peso específico importante otra variable poco contemplada, por intangible: el factor humano.
Cuando, una vez más, el final de vida está en el ojo del huracán, y se convierte en campo de batalla ideológico, a uno le viene a la cabeza que detrás de muchas de las malas muertes lo que hay es soledad y falta de amor. Detrás de no pocos dolores de difícil control lo que hay es sensación de abandono y de no contar para nadie. Detrás de no pocas toallas tiradas hay un sentimiento de no sentirse como la persona humana única y digna de ser querida y respetada que uno debería ser hasta el último segundo. Y no podemos esperar que el sistema, con o sin cambios de leyes, nos resuelva esa variable. El sistema, además de sus carencias, tiene sus límites.
Y ahí entra en juego la participación de la ciudadanía. Habrá quien piense que la obligación del sistema es cuidarle (a él o a los suyos, cuando enfermen) y punto. El sistema me lo debe, el sistema cuida de mí, el sistema me suministra lo que necesito. O habrá quien piense que mucho mejor sería, además, ser capaz de cuidar (o sencillamente acompañar), y un día ser cuidado y acompañado. Con los profesionales al lado, haciendo su trabajo, pero no solo con ellos.
Y a donde no llegan las familias, o el entorno más cercano del enfermo, deberían llegar otras personas, para que a nadie le falte esa mano o esa palabra tan necesarias. En esa línea hay innumerables iniciativas en marcha, y movimientos enteros como el de las ciudades compasivas. Y es creciente la cantidad de gente de a pie sensibilizada con el tema y que desea formarse para acompañar dentro de un equipo de voluntariado. Así está sucediendo de forma exponencial, sin ir más lejos, en nuestra fundación (Fundación Paliaclinic).
Morir bien, o que mueran bien los nuestros, no depende solo del sistema sociosanitario, con sus centros y sus profesionales, y su marco legal. Son un factor determinante, sin duda, y han de mejorar y evolucionar. Pero también depende de ese factor humano que permita arropar a quienes en situación de enfermedad avanzada o de final de vida necesitan como el agua sentir el calor que da la presencia auténtica del otro. Esa lección se aprende rápido cuando te dedicas a cuidados paliativos. Pero también lo aprenden rápido quienes pasan por una experiencia cercana, y luego deciden desde la solidaridad convertirse en generosos acompañantes. Y es que tener un buen final es cosa de todos.