Hace ya unos cuantos años, durante una dura y difícil visita domiciliaria, oí con estupor y tristeza cómo una madre, que estaba asistiendo a la agonía de su hijo, se confesaba culpable de la enfermedad que le iba a llevar a la tumba prematuramente porque en la infancia le había dado demasiada carne. El comentario me produjo una mezcla de rabia y de profunda compasión hacia aquella mujer mayor, que no sólo veía morir a su hijo sino que se sentía partícipe de esa muerte. Era absurdo. Pero la culpa no suele atender a la razón. ¿Por qué perversa y bárbara circunstancia alguien había metido aquella maldita idea en la cabeza de aquella mujer?


El sentimiento de culpabilidad es devastador. Puede deshacer la vida de una persona, y atormentarla durante muchos años, o el resto de su existencia, convirtiéndose en una carga insoportable.


El origen de la culpa puede ser algo que hicimos, o que dejamos de hacer, o con mucha frecuencia una interpretación de los hechos que nos lleva a sentirnos culpables cuando a los ojos de los demás no lo somos. Pero uno debe convivir con sus propios sentimientos, pues lo que sentimos determina en buena medida cómo vivimos lo que somos.


Hace siglos era frecuente considerar las enfermedades como castigos que caían sobre las personas como penitencia de alguna maldad (suya o de sus antepasados). Ese concepto arcaico y alimentado por determinadas instituciones durante otro buen puñado de centurias, y que probablemente persiste grabado en algún rincón de nuestro cerebro más primitivo, fue sustituido en épocas más recientes por el oráculo de los médicos o de las organizaciones que debían velar por nuestra salud. El resultado final no es muy diferente. 


Hasta no hace mucho, salir de la consulta del médico sin recibir alguna prohibición era impensable. Así nos han caricaturizado a rabiar. No fume, no beba, no coma de esto o de lo otro, no, no, no.


Luego se cambió de táctica. Se trataba de dictar innumerables normas que eran necesarias para garantizar la “buena salud” (¿según qué parámetros?). Las consecuencias de no cumplir esas normas, en forma de análisis, pruebas, exploraciones y otras muchas cosas, descargaban sobre el sufrido paciente la responsabilidad de su salud, en una falsa ecuación sanitaria en la que si haces A, B y C obtendrás D, E y G, pero si no lo haces puede pasar X, Y y Z. Al mismo carro se apuntan toda clase de, por ejemplo, teorías alimentarias de lo más pintorescas, y otras que merecen calificativos menos benévolos.


Terreno abonado. Los humanos necesitamos, para sentirnos seguros, relaciones de causa-efecto. Ahí están. Por eso, cuando aparece la enfermedad (inevitable condición asociada al hecho de ser humanos), y más si es grave, la consiguiente pregunta es: ¿qué he hecho mal?, o bien, ¿qué han hecho otros mal? 


Y ahí tenemos el sentimiento de culpa. El enfermo, que ya tiene bastante con lo suyo, puede experimentar la carga de sentirse culpable él solito, o de que se lo hagan sentir quienes le rodean (todo ha de tener explicación, algo habrás hecho).


Y lo peor de todo es que haya médicos que potencien esa culpa con sus comentarios y sentencias, fruto de una formación paternalista, o fruto de una lamentable soberbia. Los médicos estamos al servicio de los enfermos, y no al revés. Es una relación de ayuda, no un escalafón militar donde uno da órdenes y el otro ha de cumplirlas tanto si le gustan y las entiende como si no.


Es bochornoso, por ejemplo, que un enfermo de cáncer avanzado se sienta culpable porque no ha podido aguantar el tratamiento que le han indicado, o porque sencillamente no tiene fuerzas para acudir a una visita programada. Cuando esto ocurre (y ocurre), ¿qué sucedáneo de medicina estamos haciendo?


Afortunadamente, los pacientes van poco a poco adquiriendo más sentido crítico y no se conforman tan fácilmente. Pero aún hay mucho que mejorar, y que aprender.


La enfermedad no es culpa de nadie. Sucede y punto. Si no enfermáramos no seríamos humanos. Cierto que hay hábitos y circunstancias que favorecen la aparición de determinadas patologías, pero no hay ecuaciones ni fórmulas. Por eso, si ante su médico se siente intimidado, recriminado, o regañado como un colegial, lo mejor que puede hacer es cambiar de médico.

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