Que una persona de 46 años con tres hijos y una feliz vida en pareja manifieste con una sonrisa en la cara que dice adiós a la vida con alegría, como mínimo suena extraño, por inhabitual. Si además uno escucha cómo lo dice, y se da cuenta de que las palabras salen de bien adentro, de donde solo hay verdad con uno mismo, entonces sabe que va en serio. La entrevista que escuchamos el pasado viernes en el programa Islandia de RAC1, realizada por Albert Om a Maite unas dos semanas atrás, ha dado cien vueltas por las redes, sembrando emoción, estupor, incredulidad, admiración, dependiendo del receptor y de sus propios miedos y creencias acerca del tema del morir.
Mucha sabiduría humana hay en toda la entrevista. A partir de cada una de sus respuestas podrían hacerse innumerables reflexiones, porque son diversos y muy importantes los temas que aparecen, con toda la normalidad del mundo, en un diálogo sin dramatismo ni tensión, sostenido por la naturalidad y me atrevería a decir que la jovialidad, tanto del entrevistador como de la entrevistada. Hay quien pensará que eso no es posible. Pues lo es. Es posible aprender a convivir con la incertidumbre para aprovechar el tiempo, planificar pese a no saber si el plan será realizable, hablar con claridad con los hijos (y con todos), dejar a un lado las lamentaciones (las propias y las del entorno), y decidir vivir lo que toque vivir de la mejor manera. “Será como tenga que ser”.
Pero sí quisiera incidir en algunos aspectos que me han llamado más la atención.
Tirar los miedos
Podemos preguntarnos: ¿cómo es posible que alguien no tenga miedo a morir? Y ¿quién dice que no tiene o ha tenido miedos? Ella los tiene, pero ha sido capaz de enumerarlos, ponerles cara, y tirarlos, como quien tira algo inservible a la basura. El miedo en abstracto nos supera y atenaza. El miedo concreto pierde fuelle ante la aceptación. Esos miedos que no son otra cosa que el temor a que las cosas no sean como nosotros anhelamos. En el momento en que decidimos ir viento a favor y “vivir lo que toca” en lugar de navegar a la contra de la realidad, cambia la vivencia, y buena parte del miedo se desvanece.
También nos habla del recomendable ejercicio de preparar la despedida, aún sin saber cuándo se producirá. Reflexionar sobre cómo quieres vivir tu propia muerte, y sobre lo que viene detrás, ayuda a “quitarle hierro” y angustia al temido final, aun sabiendo que el dolor de la pérdida y de la añoranza existirán, que no lo niega. Pero para poder hacer eso libremente y contando con la participación y complicidad de nuestros seres queridos es necesaria la aceptación y la comunicación sincera y honesta, con lo cual volvemos al punto esencial que siempre está en la casilla de salida.
No más mensajes de lucha
Y Maite es contundente cuando da valor al acompañamiento por sí mismo, a esos mensajes cargados de amor, de presencia virtual, de energía enviada remotamente. Y los contrapone a los inevitables mensajes de lucha centrados en la supervivencia, tan bienintencionados como molestos para ella. Y molestos, ¿por qué? Si son expresión de los mejores deseos de quienes la estiman. Pues porque, tal como describe, cierran otras posibilidades, condicionan todo a una carta, la de la supervivencia, como única salida buena y aceptable. Y ella, que sabe sobradamente que ese no es el único final posible, en absoluto, necesita sentirse acompañada, sostenida y querida en cualquier situación, incluyendo que las cosas vayan mal. Porque no se trata de sobrevivir, se trata de vivir bien lo que haya que vivir.
Qué cierto. Nos vemos empujados a dar mensajes de lucha, de superación, de triunfo, de victoria. Lo necesitamos. Para sentirnos mejor, y porque queremos animar al enfermo. Y porque no nos fiamos de lo valioso que es el acompañamiento en sí, sin más, incondicional. Y el enfermo puede que no se atreva a contradecirnos. Pero Maite lo hizo. No más mensajes de lucha. Sería lo que tuviera que ser, y quería vivirlo fuera lo que fuera, sin apostarlo todo a un solo número, que seguramente veía que no era el más probable. Y así lo hizo. Hasta el final.
Gracias, Maite, por tu valiente y extraordinario testimonio, y por compartirlo con todos nosotros. Hasta siempre.