xplica el entrañable Morrie Schwartz en las primeras páginas de “Martes con mi viejo profesor” que al acudir al sepelio de un amigo volvió del mismo deprimido. ¿La razón? Se habían dicho tantas cosas maravillosas de su amigo, y él no estaba allí para escucharlas. Le dio pena por su querido amigo. Y decidió que a él, a Morrie, ahora que la enfermedad había puesto en marcha la cuenta atrás, no le sucedería lo mismo. Decidió celebrar un funeral en vida. Y así lo hizo.
Cuesta imaginarse algo así en una cultura como la nuestra. Porque eso implica aceptación de lo que está por venir, es decir, el final de la vida, y en eso no vamos nada sobrados. Y aunque haya aceptación, haría falta además una buena dosis de transgresión.
Lo cierto es que lo que experimentó Morrie muy probablemente lo hemos experimentado también nosotros en alguna ocasión. Cuántas veces no hemos pensado durante un funeral que todas aquellas bellas palabras, aquellas dedicatorias, aquellas declaraciones de amor, aquel reconocimiento, hubieran sido muy apreciados por su destinatario si se le hubieran expresado en vida, y le hubieran hecho feliz y alegrado el último tramo. Pero una mezcla de pudor y torpeza para manifestar las emociones, y un cierto prejuicio teñido con la omnipresente sombra de la negación de lo que está a punto de suceder, lo hacen impensable o al menos muy poco frecuente.
Sí hay quien tiene el coraje y la osadía de dejar preparado hasta el mínimo detalle su funeral. Uno de esos casos, reales, lo describo en un capítulo de mi libro “Destellos de luz en el camino”, titulado precisamente Viva la vida. Una historia sorprendente de una persona diferente que se empeñó en vivir la vida hasta el final y quiso incluso estar presente en la última ceremonia preparándola a conciencia. Algo que algunos interpretarán como una excentricidad, porque les saca del rutinario acomodo con que se acude a menudo a los funerales si no se trata de alguien muy cercano.
Fiesta de la vida
La idea de dar un paso más en el desafío, y atreverse a organizar una fiesta en la que puedas reunir, tal vez por última vez, a todas las personas que te importan, que te quieren, con el objetivo de poder hablar, compartir, recordar, reír, y recibir esas muestras de estima y de reconocimiento, podría resultar una auténtica fiesta de la vida, del amor y de la amistad. Puede que algún lector ya haya asistido a una celebración similar. Puede que a otro lector le parezca una barbaridad. Y puede que a algún otro le lleve a pensar acerca de ello. Cada uno, por supuesto, es libre de pensar lo que quiera.
Sea como sea, la cuestión merece una reflexión. En nuestro medio suena chocante. Porque parece imposible y antinatural compatibilizar la tristeza de la cercana pérdida con la alegría de una celebración. Sin embargo, esa convivencia no es en absoluto imposible. Y, si lo pensamos bien, ¿no podría ser una forma de facilitar una muy digna despedida?
Cuando la enfermedad avanza, nos vamos aislando, restringimos el acceso, somos más caros de ver y de ser visitados, y muchas personas que nos aprecian ya no tendrán la oportunidad de decirnos nada en persona y deberán conformarse con un simple whatsapp. ¿No nos hemos sentido alguna vez impotentes al no poder ver a una persona de quien nos hubiera gustado despedirnos, por ser ya demasiado tarde?
Ahí queda la propuesta. Requiere valentía, porque requiere aceptación, la del interesado y la de su entorno, lo que multiplica la dificultad, y comporta transgresión, y estar dispuesto a vivir un raudal de emoción. Por eso vale la pena hablar, pensar, planificar, para cuando llegue. Como me dijo alguien hace poco en una sesión sobre el tema del morir, “que nos pille pensados”.