Que la salud no se limita a no estar enfermo, que no se reduce a los aspectos meramente físicos, sino que abarca aspectos emocionales, sociales y espirituales, es algo que no es nuevo en absoluto, al menos como concepto teórico.
Como seres humanos multidimensionales que somos, para sentirnos bien necesitamos mucho más que mantener unos parámetros biológicos dentro de la normalidad. Aspiramos a algo más que a estar vivos, aspiramos a sentirnos vivos; anhelamos algo más que ir tachando días en el calendario, anhelamos llenarlos de sentido y de contenido. La supervivencia es un valor supremo, pero no tiene por qué ser el único ni el que anule por completo a todos los demás.
A pesar de que esa visión integradora ha ido ganando adeptos, el sistema sigue fundamentado en lo biológico, en lo que la ciencia considera relevante mientras mira por encima del hombro a todo lo demás. Y cuando irrumpe el miedo, como está sucediendo con la pandemia del covid-19, la ciencia saca pecho y se erige en lo único que puede rescatarnos de la hecatombe. Salvar vidas se ha convertido en la misión no solo de los sanitarios (que lo hacen) y de los políticos (que lo pretenden), sino que se traslada la responsabilidad a los ciudadanos, apelando no sin razón a que su comportamiento solidario y cuidadoso puede disminuir el número de contagios y en consecuencia el número de fallecidos, al tiempo que se da un respiro al sistema, ya saturado de base, con pandemia o sin ella. Miramos hacia los científicos esperando con ansia que nos anuncien que ya tienen el remedio contra el virus o la vacuna que nos devuelva la seguridad perdida. Y cada día las cifras nos recuerdan la cruda biología de los nuevos contagios y de las nuevas muertes.
No diré que todo eso no sea cierto, ni negaré que es motivo para estar satisfechos y sentir cierta tranquilidad saber que disponemos de profesionales preparados, instalaciones hospitalarias, camas de UCI, respiradores, que sin duda han salvado y van a salvar vidas. En muchos lugares del planeta carecen de todo ello y no podrán encomendarse a la ciencia.
Las cifras con que nos taladran a todas horas dan una falsa sensación de control de que sabemos exactamente lo que sucede, cuando a lo sumo no son más que una aproximación. Sin embargo, hay un enorme impacto sobre la salud de cientos de miles de personas que no queda recogido (ni se recogerá) en esas cifras. Una parte de ese impacto es consecuencia de la virulencia de la pandemia, y no queda más remedio que encajarla y sobrellevarla, pero otra lo es de nuestra respuesta a la misma, y es ahí donde quisiera incidir.
Aplicando lo propio de un “estado de guerra”, ese símil en el que tantos se sienten tan cómodos y del que tanto se abusa hasta extremos grotescos, hay que sacrificarlo todo para vencer al enemigo. Y eso es lo que se ha hecho. Se ha sacrificado sin pestañear la salud emocional de todos. Se ha decapitado la salud dependiente de lo social. Y a lo espiritual se le ha hecho el mismo caso que siempre: ninguno (salvo excepciones). Lo único que se considera importante es proteger de la infección, que es lo que aparece en las estadísticas, el resto quedan como añadidos prescindibles. Es la respuesta de un sistema (y una parte importante de la sociedad) que sigue pensando que salud es biología y punto, y que no está preparado ni mentalizado para actuar de otro modo.
Está claro que había que tomar medidas excepcionales, eso está fuera de duda, pero ¿era necesario tanto? Uno tiene la sensación de que ha vuelto a la escuela y que en cualquier momento lo van a poner de cara a la pared por haber pisado la calle fuera de hora.
Lo que no aparecerá en las estadísticas es la soledad última de miles de fallecidos. Tampoco lo hará el impacto psicológico sobre los familiares que no pudieron acercarse a su ser querido en sus postreros días ni pudieron darle un último adiós. Ni lo hará el terrible desgaste emocional de los profesionales sanitarios. Ni lo hará el sufrimiento y la impotencia del personal de las residencias. Ni se hará mención alguna de los trastornos de comportamiento, alteraciones del estado de ánimo y descompensaciones sufridas por ancianos condenados a un aislamiento con el que se les amenaza aún por una larga temporada. De todo ello, el virus es el detonante, pero no el responsable último.
Han tenido que ser las personas con nombres y apellidos (muchas de ellas profesionales sanitarios), o las iniciativas concretas en instituciones concretas, las que han reaccionado para tratar de paliar esa inhumanidad aunque fuera a costa de asumir algún riesgo añadido pero apostando por no hacer sangre en la salud emocional de una familia.
Y vuelvo a preguntar, ¿era (y es) realmente necesario tanto? Sé que el peligro es real, pero ¿no hay cierta teatralización y exhibición de autoritarismo? Habrá que buscar un equilibrio entre el riesgo, que nunca será cero (nunca lo ha sido, no solo se muere de coronavirus), y la seguridad, un debate que hace mucho que está sobre la mesa especialmente por lo que respecta a los más mayores. Y hablando de los ancianos, si esto se prolonga (que lo va a hacer) habrá que escoger entre asumir algún riesgo de contagio o dejar que se sumerjan en la tristeza y la depresión. Claro que siempre estarán a tiempo de darles un antidepresivo.