La muerte nos pilla por sorpresa. Casi siempre. La posibilidad de que muera alguien cercano, o de que muera yo mismo, no la teníamos contemplada. Esa carta no estaba en nuestra baraja. Y por eso, de forma increíble, nos sorprende, como si efectivamente no fuera posible que la única carta que está presente en todas las barajas de todos los juegos a los pudiéramos dedicar nuestro tiempo un día hiciera su aparición. Y esa sorpresa tiene consecuencias nefastas para el modo en que experimentamos el proceso del final de vida, con o sin nuestro consentimiento y aceptación.

 

Creo que el único modo de que no suceda así radica en haber hecho, al menos una vez, una reflexión seria sobre el tema. Una reflexión que no solo nos ponga en contacto, aunque dé vértigo, con nuestra finitud, sino que aprovechemos para pensar (y por qué no, decidir) cómo nos gustaría que fuesen las cosas, y así evitar que en su momento ocurra justamente lo contrario de lo que hubiéramos deseado.

 

Pero esa reflexión no puede caer en la trampa de la racionalización, del manejo conceptual de las ideas manteniendo una prudente y salvífica distancia con lo más cercano a nuestra intimidad, a nuestras profundidades. Porque si es así, fracasará estrepitosamente. Racionalizar lo que puede suceder en el futuro, cuando estamos hablando de nuestra propia muerte, puede convertir nuestras consideraciones en un inútil brindis al sol, porque cuando los acontecimientos se desencadenen probablemente el parapeto de la lógica y la argumentación saltará por los aires, y su espacio será ocupado por la fuerza de los sentimientos y las emociones, que extravasarán los débiles límites protectores establecidos por la racionalidad.

 

La preparación debería realizarse desde dentro, no desde el exterior como si fuera algo ajeno que no va con nosotros. La reflexión ha de interrogarnos de verdad, a fondo, y se hace necesario no mentirnos. No es cuestión de quedar bien, ni de cumplir el expediente. No es cuestión de finiquitar un trámite cuanto antes quitándole importancia porque nos incomoda tratar el tema. Pues claro que incomoda y es importante. 

 

El proceso de reflexión ha de ser necesariamente honesto y sin hacerse trampas. Iluminar lo que ha sido hasta ahora nuestra vida, aunque sea de modo momentáneo, con el foco de la finitud, puede revelar y poner al descubierto qué es de verdad esencial, qué es prioritario, qué es lo que llegado el caso querríamos preservar por encima de todo. Pero ¿no es eso también lo que debería ser el norte de nuestra vida, sin esperar a sentir cerca el aliento del final? Por eso puede ocurrir que la reflexión que imaginábamos inquietante y angustiosa se convierta en liberadora si es sincera y auténtica, dejando que surja de nuestro interior lo que sea que ha de surgir, porque ya está ahí dentro.

 

Lo racionalizamos todo, para protegernos, para encontrar explicaciones que resten incertidumbre o para justificar algo de lo que en realidad no estamos convencidos. Es un mecanismo defensivo habitual que en cierto modo nos ayuda a sobrevivir en esta difícil superficie. Y seguro que es necesario, e incluso conveniente en muchas ocasiones. Pero cuando se trata de pensar acerca del morir, me temo que no nos valdrá, y será mejor que nos despojemos de ese traje protector, y nos miremos al espejo a cara lavada.

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