Una de las frases más repetidas por distintos libros de los llamados de autoayuda entre los que se cuelan algunos de indudable profundidad es esa de que hay que vivir el presente. El tópico se convierte en el núcleo esencial desarrollado hasta la extenuación en un clásico como es El poder del ahora (Eckhart Tolle). Es cierto que a menudo se pierde uno la vida lamentándose del pasado o angustiándose por el futuro, actitudes ambas estériles, mientras el presente que es lo único que tenemos se desvanece sin que seamos capaces de vivirlo. De ahí la potencia transformadora que puede llegar a alcanzar para la persona centrarse verdaderamente en cada instante, en lo que nos trae cada instante de la vida, acogiéndolo sin empecinarnos en evitar a toda costa lo que no nos gusta.
La vida se vive por momentos, nadie puede vivir al mismo tiempo el antes y el después, que como mucho se pueden recordar o anticipar. Es precisamente esa necesaria fragmentación la que permite soportarla cuando vienen mal dadas, porque todo el dolor no se experimenta a la vez, sino que es una sucesión de momentos entre los que irán intercalados otros no tan esquivos o incluso satisfactorios que actuarán como contrapeso. Esa experiencia es la que narra Imre Kertéstz al final de su libro Sin destino, en el que relata las terribles vivencias de un joven (su alter ego, György Köves) en los campos de concentración nazis. Una vez liberado al acabar la guerra, nadie puede comprender cómo ha podido resistir todos aquellos horrores que empezaban a salir a la luz. Vista en su totalidad, aquella cantidad de sufrimiento sin sentido alguno parecía absolutamente imposible de soportar. Pero cada minuto empezó, transcurrió, y le sucedió el siguiente, cada minuto podía traer algo nuevo, aunque luego no lo hiciera. Un beso podía tener tanta importancia como un día entero en el que no ocurriera nada. Y mirar hacia atrás, o hacia adelante, era un error. El tiempo y la vida con él avanzaban paso a paso, sin la certeza de qué depararía el siguiente.
Al leerlo, pensé que algo parecido sucede cuando hablamos del final de vida de las personas, esa fase de la vida que para muchos ya no es vida ni es nada ni merece la pena ser vivida. ¿Por qué? Por muchas razones, pero una de ellas tiene mucho que ver con la incapacidad para tomar la decisión de vivir el día a día sin presuponer lo que va a ocurrir o no va a ocurrir en los demás días, esos que empiezan cuando te dicen que tu enfermedad no tiene cura, y que desembocarán en un día que será el último, pero durante los cuales pueden suceder muchas cosas (y algunas de ellas, por qué no, maravillosas).
La visión anticipada y global de lo que se imagina tan solo como días de sufrimiento y de sin sentido pesa en exceso, y se convierte en un monstruo frente al que nos vemos indefensos y en algo difícilmente soportable. Pero esa es una trampa que nos ponemos a nosotros mismos, y que no deja de estar plagada de falsedades. Porque esos días también se sucederán paso a paso, momento a momento. No llevaremos toda esa carga sobre los hombros de una vez, sino que cada día transcurrirá y acabará dejando paso al siguiente. Y nadie puede asegurar qué ocurrirá mañana.
El peso de todo el tratamiento de un cáncer, con sus pruebas, sus días de ingreso hospitalario, los síntomas provocados por las quimioterapias, la angustia por cada nuevo resultado o cada control posterior parece excesivo para quien lo contempla desde fuera, o incluso para quien lo ha sufrido (como enfermo o como acompañante) y echa una mirada retrospectiva hacia atrás. «¿Cómo pudimos resistirlo?» Pero cada día trajo sus náuseas, su fatiga, su dolor, y también trajo sus satisfacciones, cuando el dolor cedía, cuando una tregua nos permitía disfrutar de algo agradable, o cuando sentíamos el amor de quien nos acompañaba. Se vivieron minuto a minuto, y eso hizo posible aguantar y seguir adelante.
Vivir los demás días de uno en uno, momento a momento, sin querer abarcar con la mirada todo lo que queda y todo lo que ha de suceder durante lo que queda (lo cual, de hecho, no sabemos), nos libera de esa carga anticipada y en buena medida imaginaria, y permite darle a la vida la oportunidad de concedernos gestos de amor de quienes nos aman, la realización (por qué no) de algunos anhelos pendientes o que ahora se desencallen, o momentos mágicos que al igual que aquel beso en el campo de concentración puedan valer por toda una jornada, o toda una vida. Y confiar en que eso pueda suceder, ¿no es algo parecido a la esperanza?