No he podido evitar en estas últimas semanas acordarme de la famosa fábula del pastor mentiroso (atribuida a Esopo). Cuando se miente a menudo o por costumbre, lo normal es que al final nadie te crea, y el único responsable de lo que pase entonces es el mentiroso, no los incrédulos. Y cuando por sistema se genera alarma y se toca a rebato ante amenazas inexistentes o que en ningún caso justifican tal alarma, si un día suena una vez más la alarma y todo el mundo sigue como si nada, la responsabilidad es igualmente de quienes hicieron un mal uso, interesado, por supuesto, infundiendo miedo a la gente para nada. Eso es, ni más ni menos, lo que ha sucedido con la pandemia del covid-19.
Confieso que soy uno de los muchos que ante los nuevos mensajes apocalípticos que sonaban en febrero me encogí de hombros y me acordé del ridículo mayúsculo durante la gripe A, y de la crisis de las vacas locas, y de otros muchos presuntos peligros de los que había que protegerse y de los que ya nadie se acuerda. Cuando en no pocos parajes del planeta se muere a diario por cualquier nimiedad, occidente se escandalizaba ante algo parecido a una gripe.
Esa misma indiferencia, mezclada seguramente con cierta proporción de negación, porque creemos lo que queremos creer, con toda probabilidad adormeció y retrasó la capacidad colectiva de reacción, la de quienes no damos crédito a lo que dicen los políticos, o los presuntos expertos, o los medios de comunicación.
Al igual que muchos otros, he debido rectificar. Pues sí, esta vez iba en serio. No era una simple gripe. Y hemos hecho tarde en muchos aspectos (por mucho que nos quieran convencer de lo contrario). Pero, claro, la cuestión es por qué reaccionamos así.
Quienes mienten casi siempre haciendo de la mentira profesión, quienes nunca dicen toda la verdad sino la justa para que pueda parecer verosímil su mentira, quienes lo hacen sin despeinarse y sin asumir nunca responsabilidades, quienes nunca se retractan, sea desde su poltrona política o desde el medio que les permite difamar sin recato, son responsables de que cuando hay algo de verdad en lo que dicen los miremos con todo el escepticismo o hasta esbocemos una sonrisa, o no hagamos ni caso, como le sucedió al pastor de la fábula a quien nadie socorrió cuando el lobo vino de verdad a comerse sus ovejas.
Quienes utilizan el miedo de los otros como su instrumento de trabajo habitual, miedo a que el otro gane las elecciones, miedo a que el adversario ocupe un lugar en una negociación, miedo al que viene de fuera, miedo al que piensa distinto, miedo a enfermedades imaginarias, miedo a perder algo o a que te quiten algo (lo que sea), miedo al diferente, miedo a no prevenir lo suficiente, y así sucesivamente, contribuyen a haber creado una sociedad paranoica de la seguridad y que vive más preocupada de todos esos miedos que de vivir la vida. Abusan hasta el extremo del miedo colectivo que se propaga irracionalmente como fuego que quema hojarasca, y lo hacen desde la política, desde las administraciones, desde los medios de comunicación, y hasta desde negocios relacionados con la salud, amedrentando constantemente a los ciudadanos sin motivo razonable que lo justifique.
Y así sucede que el miedo pierde su significado, y la alarma también. Todos los que viven a su costa, a costa de meter miedo una y otra vez a los demás en beneficio de sus propios intereses, son responsables de la inicial incredulidad del país, hecho que sumado a la ya crónica incompetencia de quienes tienen la obligación de tomar el mando y proteger los ciudadanos sin duda ha agrandado el impacto y sobre todo la velocidad con la que ha irrumpido entre nosotros la pandemia.
Algún día habrá que hacer balance, aunque para entonces la mentira seguirá protegiendo a la mentira y a la ignorancia. Pero que nadie se olvide de que, chapuzas aparte, el despotismo del embuste tiene sus consecuencias. Y emplear el miedo como moneda de cambio habitual, también. Quienes así actúan algún día deberían rendir cuentas cuanto menos ante su conciencia, si es que la tienen.