Es indudable que el concepto de prevención cambió la historia de la Medicina. Cuando el ser humano empezó a tomar conciencia de que había muchas enfermedades frente a las cuales era mucho más eficaz adoptar medidas de prevención que tratar de curarlas cuando ya eran un hecho, los resultados fueron espectaculares, sobre todo en lo que respecta a la transmisión de las infecciones.
A las medidas higiénicas más básicas se fueron sumando las primeras vacunas, así como otras medidas que incidían, por ejemplo, en disminuir el riesgo de presentar determinados tipos de cáncer, o en su defecto en detectarlos lo más pronto posible. El campo de actuación se fue extendiendo a los factores de riesgo cardiovascular, a la genética, y a otros territorios hasta ocupar prácticamente todo el espectro de las especialidades médicas.
Y lo que ha sucedido es que, en la línea que ha seguido la ciencia en las últimas décadas, la prevención se ha convertido en una especie de ídolo, de dios protector que nos guarda de infinidad de males siempre y cuando nos sometamos a sus ya inacabables controles, normas y medidas. Lo que en su momento cambió radicalmente las cifras de morbilidad y mortalidad de determinados procesos encontró poderosos aliados para expandir su dominio. La negación de la muerte y la tanatofobia asociada, el apetito insaciable de seguridad y control, y por supuesto el miedo, generan la atmósfera idónea para que toda nueva medida preventiva propuesta sea acatada sin rechistar, por si acaso.
Pero todo en esta vida tiene dos caras, y cuando solo se muestra una de ellas (o solo se quiere ver una de ellas, porque ya nos va bien así), luego vienen las sorpresas y las consecuencias desagradables. Por un lado, lo que dice el dios genera una falsa sensación de seguridad, en el sentido de que haciendo lo correcto podemos evitarlo casi todo (cosa que obviamente no es cierta), y por otro lo que dice el dios se convierte en dogma de obligado cumplimiento, lo que convierte en irresponsables (y malos pacientes) a quienes discuten alguna de esas medidas o sencillamente no la cumplen.
Hay medidas preventivas o de detección precoz cuya eficacia es incuestionable. También las hay que son absurdas y caen por su propio peso con el paso del tiempo (aunque fueron presentadas como irrefutables). Pero hay otras que dan lugar a efectos secundarios nada despreciables, a impactos gratuitos sobre la salud mental de las personas (atemorizadas por supuestos hallazgos peligrosos que no se confirman), a un exceso de intervencionismo que también tiene consecuencias negativas, e incluso en algunos casos a arruinar la vida de la persona a la que se pretendía proteger.
Como siempre, la clave está en el equilibrio, en el discernimiento, y en aceptar convivir con cierto grado de incertidumbre, porque la seguridad absoluta no existe. A partir de ahí ya es decisión de cada cual posicionarse donde se sienta más cómodo y en mayor coherencia con su visión de la vida.
Este tema me inspiró en su momento una novela que publiqué hace ocho años y que titulé El hombre que sabía demasiado sobre su calabacín, un relato fabulado en el que planteo una situación un tanto esperpéntica y en tono de humor pero que refleja hasta dónde puede llevarnos nuestra ansia de prevención y de control sobre enfermedades que no son más que hipótesis de futuro. Una novela que hace sonreír pero que también hace pensar, o al menos esa fue mi intención, y lo que expresaron los lectores. Recientemente he publicado una segunda edición, tras revisar minuciosamente el texto y renovar el formato. Parodia y drama se unen para poner sobre la mesa algunas preguntas nada inofensivas.
Y es que no todo lo que se nos presenta como progreso sirve realmente para mejorar nuestras vidas, y de hecho a veces puede empeorarlas. Vale la pena no dejarse llevar por la inercia, dando por hecho que si puede hacerse debe hacerse (una inmensa falacia), y sopesar pros y contras para decidir por nosotros mismos… si queremos hacerlo.




4 comentarios en “UN ÍDOLO CON PIES DE BARRO”
Muy oportuna esta entrada, en el contexto en que … ¿vivimos?
Me parece muy oportuno incidir en que no toda prevención es realista, así como que va asociada a un coste no despreciable y a ruido de falsos positivos, lo que genera una angustia innecesaria y una sucesión de pruebas y más pruebas con la consiguiente iatrogenia.
Un cordial saludo
Muchas gracias por tu valiosa aportación, Javier. Saludos.
Como bien dices la clave esta en el equlibrio. A veces por aferranos a la vida perdemos lo principal, el bienestar del enfermo
Justamente hoy una conocida me comentaba que, en su proceso de cáncer, estaba convencida de que “si lo hacía todo bien”, todo iría bien, hasta que una medicación la puso al borde de la muerte. Entonces se dio cuenta de que no tenia el control, de que nadie tiene el control, de que “hacerlo todo bien” no es sinónimo de salud. Ahora vive en equilibrio entre “hacerlo todo estrictamente bien” y tener la máxima calidad de vida posible.